lunes, 15 de septiembre de 2008

Libro del Líneas de Sangre: Kyasid (I)

Kyasid

Prólogo.

El rascacielos era azotado por los vientos. A esa altura, la estructura de las dos torres gemelas de Madrid, las Torres Kio, se estremecía como una cuerda ante la galerna de un océano. Sonidos de todo tipo llenaban los sentidos con canciones del norte.

El extraño se apoyaba en el borde de la torre. En el lado interior de ella, desde donde se podía ver cómo su gemela se inclinaba para tocarla y fundirse en un imposible abrazo de décadas. Hacia abajo, a cientos de metros los últimos autobuses partían hacia los pueblos del norte con su carga de cansados viajeros y estudiantes que regresaban a casa después del duro día. Las luces delimitaban el perfil de los caminantes a esta hora de la noche, y en ésta, una de las principales zonas de negocios de la ciudad, eran muy pocos.
La gabardina le rozaba los pies, y el frío aire la agitaba hacia la izquierda, en dirección sur.

- Sopla viento del norte, Diego, - le dijo a Salvatierra al mismo tiempo que se giraba.

El Lasombra, al oír su nombre, se fijó más detenidamente en su interlocutor. Era alto, casi dos metros de figura estilizada. Su rostro pálido brillaba azul a la luz de la luna, y sus rasgos marcados, acentuados por la luz de la luna le conferían una belleza alienígena. Sólo sus ojos, totalmente negros y sin pupila le hacían parecer peligroso a los ojos de uno de los Lasombra más influyentes de Madrid. Desde los problemas que sufrió el Cardenal Mocada, claro.

Supo por la curiosidad con que le miraba el cainita que estaba enfrente suyo que había tardado en dar una respuesta, atribulado y nervioso respondió – estamos en otoño, Gracián.- Todo este asunto le ponía nervioso, pero no sería él, con casi cuatrocientos años de antigüedad quien lo admitiría ante uno de esos Extraños.

- No importa, los secretos se guardan mejor en frío. Claro, que lo que nosotros queremos es desvelar el mayor secreto de nuestra estirpe. Quizás necesitemos calentar un poco las cosas. ¿No es así, Conde de Salvatierra? – El tono del extraño era serio, pero el Lasombra notó un poco de ironía en su interior.

- Sabrás que mi familia perdió ese derecho al ponerse del lado equivocado en la Guerra Civil de hace sesenta años. Y yo se lo cedí a mi hijo hace cuatrocientos doce. Ahora está muerto desde hace siglos, como todo lo que quería en vida. Ahora sólo queda ambición, y por eso estás aquí, Gracián. Necesito desvelar los secretos que nos han ocultado los Antediluvianos desde hace milenios.

Gracián sonrió de forma enigmática mientras Salvatierra continuaba desgranando sus planes – sólo los Nosferatu son mejores que tu línea de sangre en descubrir secretos –el extraño no se inmutó frente a este aparente insulto, como esperaba el Lasombra -, claro que también son más indiscretos.

- Si se ven beneficiados, no lo olvides – le interrumpió el hombre a quien se dirigía como Gracián.

- Claro, si se ven beneficiados. Pero cualquiera que posea esta información será muy poderoso, y podrá exigir lo que quiera, tanto a la Camarilla, como al Sabbat e incluso a los Independientes. El destino de la Estirpe está en los secretos que descubrirán nuestras manos. – Los ojos de Gracián centellearon, y Salvatierra se empequeñeció ante la tarea que le estaba encomendando al extraño. Todo estaba hecho en las anteriores negociaciones, ahora sólo quedaba firmar y sellar el pacto, con sangre. – Por suerte – continuó – los tuyos sois tan buenos como ellos obteniendo información, y mucho mejores guardando secretos. Dicen que vosotros sólo queréis el conocimiento, sin importar el uso que se le pueda dar. Y eso es lo que nosotr......yo, necesito. ¿No es así?

El viento soplaba más fuerte, y en susurros, tan bajos que ni el agudo oído del anciano Lasombra pudo discernirlos con claridad Gracián de Mieres contestó.

- Por supuesto, querido Salvatierra, ¿no es ese el papel que nos hemos autoadjudicado los Kyasid?


Libro Uno.
La búsqueda.

Capítulo Uno.


Biblioteca Nacional.
Paseo de la Castellana.
Madrid.

La biblioteca estaba silenciosa. Hacía tres meses que el Gobierno había decretado, utilizando su mayoría absoluta, un paquete de medidas para fomentar la cultura, que en España estaba en horas bajas. Entre las medidas estaba la apertura de las bibliotecas las veinticuatro horas del día. Ignacio era uno de los bibliotecarios, y aunque eran más de las doce de la noche no se quejaba. Gracias a esto había podido encontrar un trabajo que le gustaba. Aunque fuese en el turno de noche – pensó.

La verdad es que una diplomatura en Biblioteconomía y Documentación por la Universidad Carlos III de Madrid no era de las carreras con más demandas de empleo, y menos en el momento en que él se licenció. Pero donde otros de sus compañeros se echaron atrás, por el horario, él vio una oportunidad de meter la cabeza en la administración y así, con el tiempo, esperaba que le destinasen a uno de los equipos de restauración e investigación del fondo bibliográfico de la Biblioteca.

Sus pasos resonaron secos sobre el suelo de piedra. Poca gente había a la que molestasen, aún así intentó caminar tranquilo y amortiguando el sonido. Los sabios noctámbulos, como llamaba Ignacio a todo aquél que acudiese a la biblioteca más allá de las diez de la noche, en lugar de salir a vivir la vida nocturna de Madrid, una de las más ricas y movidas. Como debería estar haciendo él, si este mundo fuese un poco más culto y mejor.

Sus pensamientos, que a esas horas de la noche vagaban hacia cualquier tema que le sacase de las cuatro paredes oscuras en las que trabajaba, volvieron hacia los sabios noctámbulos. Algunos eran periodistas, siguiendo la pista de cualquier futuro escándalo, otros eran ratones de biblioteca, que vivían para los libros. Lo habitual.

Sólo le llamó la atención la presencia de dos personas no habituales a esa hora del día. Uno era un hombre alto, de larga melena y rostro fino, con unas gafas de sol que, suponía Ignacio, le imposibilitarían leer con la luz presente. Tal vez fuese fotosensible – pensó.

La segunda persona que le llamó la atención fue la mujer que hace dos noches se le presentó, con un carnet de Doctorada en Literatura de la Universidad Autónoma de Madrid. Todavía recordaba su nombre, Mireia Fuenris.

Su larga cabellera negra se veía a través de la estantería en la que estaba semi oculta, y cuando se agachaba a por los libros de los estantes inferiores Ignacio podía ver sus perfectas piernas, largas y morenas, que quedaban al descubierto de la minifalda que lucía como si fuese una prenda de guerra. Seguro que ella sí iba esta noche de marcha.

Sus ojos no eran los únicos que la observaban, tras las sombras que las lánguidas luces proyectaban sobre el entarimado de madera, un hombre alto, delgado y extrañamente pálido no le quitaba ojo de encima.
Iba cubierto con una gabardina gris, tocado con un sombrero y con las solapas subidas como en las películas antiguas que a Ignacio nunca le habían llamado la atención. Él vivía para los libros y. como la mayoría de la juventud de su época, aprovechaba cada segundo de tiempo libre para intentar encontrar una chica que llevar al apartamento compartido con su hermana.
“El Alto”, como llamaba Ignacio al extraño vigilante, no quitaba ojo de encima a la “Hechicera”, apodo con el que se refería a Mireia Fuenris. Ignacio había adquirido una costumbre nada dañina, poner un mote a cada uno de los visitantes habituales de la biblioteca. El “Gordo”, el “Alto”, “Superman”, etc. “Copo de Nieve” era su preferido, un albino pequeño y delgado que hoy no había venido a la biblioteca.

“El Alto” encaminó sus pasos, bajo la suspicaz mirada de Ignacio, al que ignoró, hacia la sala donde momentos antes se había dirigido “La Hechicera”. Pendiente de colocar los libros de su estantería antes de que llegase el supervisor, Ignacio no pudo seguirlos por los pasillos. Sólo podía quedarse mirando intrigado, como ambas figuras se perdían por los laberínticos pasillos que llevaban a los despachos y salas inferiores.

***

Las pisadas sobresaltaron a Mireia. En su camino hacia el salón de Historia Antigua se cruzó con varias personas. Todos ellos acudían a la biblioteca regularmente, por lo que ella sabía. Como devota incondicional de la cultura, Mireia no podía por menos que sentir un gran orgullo de que, incluso pasada la media noche, tanta gente acudiese a disfrutar de sus autores favoritos. La élite cultural del país se reunía allí. Sólo los profesores, periodistas, filólogos y estudiosos más importantes podían entrar en la Biblioteca nacional, y más a esas horas. Ella se encontraba entre esos pocos.

Hace ya años, cuando sólo tenía diez años, comenzó a leer. Descubrió su pasión por la lectura con Emilio Salgari, Julio Verne, Cervantes y algunos otros. Poco a poco, esa minoría de elegidos se fue ampliando al mismo tiempo que su pasión por la lectura, y los temas que le gustaban. La historia estaba entre sus preferidos. Roma, Grecia, Egipto, Los Celtas, las civilizaciones precolombinas, las dinastías orientales que llevaban rigiendo su mundo cuando Europa sólo era un grupo de pequeños pueblos en guerra unos con otros.

Estudió Historia y Biología al mismo tiempo, leía latín, griego, sánscrito, arameo, japonés e inglés tan bien como su castellano natal. Para licenciarse como la primera de su promoción tuvo que estudiar mucho, trabajar como ayudante de bibliotecaria los fines de semana para pagarse las matrículas, y más. En su carrera había pocas becas, y las pocas que había bajo el gobierno socialista las había quitado el nuevo gobierno de derechas.

Después vino el enfrentar el mundo laboral. La licenciatura de Historia no tiene muchas salidas no académicas, y a Mireia, como buena levantina le gustaba moverse, nunca quedarse quieta. Ella quería viajar por el mundo conociendo culturas, descubriendo las tumbas de reyes y dioses, desenterrando los fósiles de animales perdidos hace tanto que ni las estrellas recuerdan su nombre. Y para ello estaba dispuesta a hacer lo que fuese.

Dispuesta a todo, estudió los pasos del director del Museo Arqueológico de Madrid, le siguió durante días, sabía donde comía, su restaurante preferido y el lugar donde vivía. Así, una noche se vistió con su minifalda más atrevida, y reservó mesa en el Mesón Donostiarra. Allí, esperó a que él llegase y con una insinuante mirada le cautivó hasta que él se presentó.

No era excesivamente guapo, más bien entrado en los cuarenta, pero sabía mucho de historia antigua. Sí, había utilizado su cuerpo y su belleza para hacerse amante de un hombre que la podría introducir en los círculos en lo que ella necesitaba moverse. Era un buen amante, y en las frías noches del invierno castellano además era una buena compañía, culto y gentil. Desde luego lo prefería a los estúpidos jóvenes que se llevaba a la cama en la facultad sólo para divertirse. Se creían el centro de todo, listos, guapos, con dinero de sus padres, creían que tenían el mundo por delante. Una vez, saliendo de una fiesta universitaria con uno, Mireia tuvo que defenderle a él de unos rateros que les habían intentado robar. El chico, de cuyo nombre no quería acordarse, como dice el legendario principio de la obra cumbre de la literatura española, en el momento del atraco, le arrebató el bolso a ella para entregárselo a los ladrones. Tuvo que ser Mireia la que les plantase cara y les hiciese huir. Ella también se fue, no sin antes darle al llorica una patada en el culo, claro.

Después, poco a poco, Sebastián Linares, como se llamaba el director del museo, la enseñó el mundo. Durante los viajes de él, y las convenciones, la llevaba consigo como su asistente personal. Conoció Viena, El Cairo y las pirámides, las excavaciones secretas que todavía no se habían terminado en iberoamérica, culturas antiguas, de sacrificios a semidioses, monumentos ocultos legendarios, buceó por el mediterráneo sacando de su fondo los restos de civilizaciones milenarias, había visto el Coloso de Rodas en su tumba acuática, donde con suerte permanecería otros dos mil años, antes de que a algún gilipollas se le ocurriese sacarlo y montar un parque temático.

Conoció a directores de museos (el Louvre, el de San Petersburgo...), a arqueólogos y paleontólogos; discutió e hizo el amor con los aventureros que tanta gente sueña, con los genios que inspiran a los escritores, y con los científicos modernos. A sus veintinueve años, Mireia Fuenris, conocía el mundo y las maravillas que este guardaba en su oculto interior, para los ojos de los que quisiesen contemplarlo.

No vio, a pesar de su siempre atenta mente, al extraño que la agarró del brazo. Su toque le heló la piel, aún debajo de las mangas del suéter, e hizo que su piel se pusiese en carne de gallina por todo el cuerpo.

- Has tardado más de lo que esperábamos, Mireia – le interpeló el hombre de pelo largo que la había seguido.

- Lo sé, - respondió segura de que no corría ningún peligro – pero he estado embarcada en esta búsqueda más de siete años, y ha sido difícil. He tenido que hacer de todo para conseguir lo que buscabais.

- Tranquila, Mireia, - su interlocutor intentó sonreír, pero la delgada línea que era su boca sólo consiguió una mueca histriónica. – Gracián está contento, de hecho, me ha pedido que mañana te lleve a verle a la mansión.

- Eso espero, maestro, creo que lo que he descubierto es la pista fundamental para comenzar la búsqueda. Espero que tengáis suerte en esta tarea, y…

- Serás recompensada de la manera habitual, - le contestó sin dejarla terminar, como si le hubiese leído la mente. Sabía que a ella sólo le importaba el dinero para poder viajar y montar expediciones. Su sangre de goul no había podido borrar ese ímpetu suyo. A veces, ella aceptaba también algún viaje para investigar el pasado de sus razas, humanos y vampiros, y la historia secreta del mundo – Veamos qué hay en esa carpeta.

Ella, con una sonrisa de triunfo que aumentaba su belleza alzó la carpeta, y a la vista del descubrimiento, los ojos del hombre, su amo, se iluminaron de una forma antinatural.

***

Héctor Rodríguez caminaba sólo por la Gran Vía, eran más de las dos de la noche de un lunes, y estaba prácticamente desierta, sin embargo, todavía se podían ver a algunas personas buscarse la vida a ambos lados del asfalto.

Un coche chirrió al final de la calle, cera de la plaza de Callao, y Héctor vio cómo dos prostitutas se metían en el Porsche Rojo de algún hijo de papá con ganas de continuar el fin de semana. Las dos mujeres no esperaron ni a que el coche arrancase con un chirriar de ruedas, y ya le estaban bajando la cremallera a su cliente antes de que el coche se perdiese hacia Plaza de España.

No se detuvo a contemplar la escena, su Maestro le había llamado, y él debía acudir. Cómo uno de los Lasombra pertenecientes a la antigua clase dirigente de la ciudad, Héctor sabía que no obedecer a su progenitor era un riesgo, y que podía significar el perder su no-vida.

Se refugió en sus pensamientos mientras apretaba el paso y se dirigía a la Cafetería Gran Central, que era de las pocas que permanecía abiertas veinticuatro horas al día.

La parte de abajo estaba repleta, el suelo blanco estaba sucio y repleto de servilletas usadas, y los asientos altos de cuero rojo de la barra completamente ocupados. Todo el mundo se dirigía allí a tomar un café a la salida de las emisoras de radio, o antes de entrar en el turno de noche.

Por suerte, Héctor no se quedaría mucho tiempo entre le ganado, sino que se dirigió hacia la escalera que le llevaría hasta el piso superior.

La barandilla dorada le sirvió como apoyo. Tan cerca de su maestro y creador, Hugo Garrido de Alcántara, todo su ser parecía templar. Reunió fuerzas para subir, y esperó que no hubiese notado su vacilación.

El salón de arriba era más lujoso que la cafetería de abajo, pero no mucho. El mismo suelo de baldosas blancas estaba ahora cubierto por unas mesas redondas y bajas de cristal alrededor de las cuales se distribuían unos escasos sillones también rojos.

Un enorme ventanal se abría a la Gran Vía, mostrando todas las luces del Madrid “by night”. Una de las ciudades más activas en su vida nocturna se abría ante sus ojos, y Héctor se sintió por un momento el dueño del mundo.

Si bien dicha movida nocturna había decaído un poco, Héctor no podía echar la culpa al ganado. Demasiadas guerras entre las dos sectas, demasiada inseguridad, y el desprecio de los Sabbat hacia los humanos habían conseguido que muchos jóvenes se limitasen a hacer botellón, o a recorres las exclusivas zonas de la Castellana. Pero todavía quedaba mucha vida en Madrid, y Héctor esperaba poder beberla toda antes de que estallase otra guerra de sectas y todo se desmandase de nuevo.

En medio del salón, la presencia de su maestro llamó la atención. Sentado en una de las mesas bajas, le miraba con las manos cruzadas sobre su boca, en señal de interés y paciencia. Debía tenerla, después de casi mil años de existencia.

A su alrededor se había creado, de manera inconsciente, un hueco entre los presentes. Dos mesas más allá, Héctor pudo reconocer a un par de guardaespaldas de la Mano Negra, a los que hizo un leve gesto de saludo. Ellos le respondieron inclinando la cabeza, y siguieron charlando mientras tomaban una bebida roja que él sabía muy bien lo que era. Sin embargo, no se dejó engañar. Sabía que ambos, a pesar de su fachada, estaban muy atentos a cuanto sucedía en ambas plantas del local.


Su maestro era un Lasombra influyente, tanto como para poder permitirse aspirar al trono dejado por Moncada como Cardenal de la ciudad. Sin embargo, para ello necesitaba apoyos, y Héctor había sido quien se los proporcionase. Él era en vida uno de los hombres de negocios más influyentes de España, y la muerte había aumentado sus habilidades, haciéndole pasar al siguiente nivel.

A pesar de su riqueza, y de ser conocido en toda la zona de Azca, la zona de negocios de la Capital, gustaba de pasear sólo por las calles en busca de alimento. Por eso siempre irritaba a su maestro, pues él era un peón valioso, y nadie debía clavarle una estaca en el corazón por no llevar guardaespaldas. Pero Héctor sabía cuidarse, y sabía también hasta donde incurrir en el enfado de su maestro.

- Joven Héctor, - le dijo Hugo – llegas a tiempo para ponerme al día de tus progresos.

Héctor no se enfadó por el apelativo, sabía que tenía mil años menos que el Obispo del Sabbat.

- Maestro, la reunión con los delgados de Camerún ha ido muy bien. Hemos conseguido la licencia para explorar las montañas negras, todo lo que encontremos será para nosotros, excepto un dos por ciento que irán a las arcas de los gobernantes del país. – Hizo una pausa para que sus palabras calasen en su interlocutor. – Eso supondrá un beneficio anual de más de trescientos millones anuales limpios, listos para ser empleados en su guerra.

- No lo llames guerra, Héctor, llámalo, Conquista. – Los ojos oscuros de su progenitor ardían de ambición, pero nadie pareció notarlo. - ¿Qué más traes para mí?

Él asintió y le pasó una Palm. Sabía que Hugo prefería el papel, pero aceptaba esas incomodidades como meros problemas del paso del tiempo.

El rostro alargado de Hugo Garrido de Alcántara, hermano secreto de un antiguo rey Astur, entregado por sus padres a la vida religiosa, no mostró ninguna emoción ante la avalancha de cifras que el pequeño aparato vertía para él.

Héctor sabía que en el último año, la riqueza y la influencia política de su maestro se habían triplicado, en parte gracias a él.

Sin decir nada, Hugo levantó la mirada de la pantalla en color que sostenía, y se la alargó a Héctor.

- No te he llamado sólo para eso. Necesito que te encargues de algo especial.

- Sabe que puede confiar en mí.

- No confío en nadie, por eso sigo vivo, Héctor, pero sé que mi escalada al poder te beneficia a ti también, y mucho. Y sé que tú lo sabes. Puedo confiar en que harás lo mejor para ti.

Él no dijo nada, sólo asintió.

- Bien, - continuó – necesito que sigas a una persona, un Vástago de la línea de Sangre Kyasid.

Ante la mención de esa palabra, Héctor miró incrédulo a su creador.

- Los Kyasid son leyenda, no existen, como los magos, los dioses y los demonios.

Hugo Garrido sonrió, y su sonrisa mostró una maldad y una crueldad representadas por la afilada dentadura. Las sombras cubrieron su rostro, como en otras tantas veces en las que Héctor le había visto prepararse para despedazar a un rival.

Héctor se encogió en el sillón instintivamente.

- Nunca dudes de mi palabra, chiquillo. – Su maestro había utilizado la palabra que los vampiros mayores utilizaban para demostrar a sus siervos que ellos eran superiores, antiguos y mucho, mucho más poderosos. – Bajo estos cielos grises de invierno, bajo las claras noches estrelladas de las colinas y montañas de esta tierra existen muchas cosas que no sospechas. Eres como el ganado, ignorante, sólo un poco más despierto que ellos.

Héctor asintió mudo a la reprimenda. Su anciano progenitor miraba hacia el enorme ventanal que mostraba la noche iluminada por luces artificiales, pero parecía ver el pasado en el que creció, como ser humano, y como Hijo de Caín.

- Tras convertirme en lo que soy, hace ya mil años, vagué por las tierras del norte, donde los cielos grises ocultan la luz de la luna, y los lobos corren sobre dos patas. He viajado al sur, donde los maestros magos de oriente luchaban contra sus hermanos arcanos de Hermes, y donde el aroma de la noche primaveral traía olores a limón, romero y rocío, mientras cazaba bellezas gitanas junto a mis compañeros de andanzas.

>> Ahora sólo yo sigo existiendo, yo, y mi compañero de andanzas en la no-muerte, Diego Salvatierra.

De repente se calló, como si volviese del lejano pasado, y le volvió a mirar a los ojos, obligando a su chiquillo a apartar la mirada.

- Por eso te encomiendo esto a ti, porque vas a ver cosas que nadie imagina, que nadie sueña siquiera que existan. Porque sé que no me traicionarás, y porque necesito saber porqué Diego Salvatierra, mi antiguo amigo y ahora gran rival, ha contactado con Gracián el Kyasid.

Diciendo esto, se levantó, le alargó un papel en el que pudo ver escrita una dirección y se marchó, seguido de cerca de sus dos guardaespaldas asesinos.

- No vayas solo, - habló una voz en su mente – esto será peligroso.

Y Héctor supo que este sería el viaje de su vida, o de su muerte.

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